LA CONGOJA


Aquel hombre quería ahondar en los dolores del mundo, para disminuirlos; aquilatar sus goces, para multiplicarlos. Atravesó los campos y las ciudades; oyó rugir las arenas del desierto y sollozar al océano; comprendió el gesto de la montaña y el silencio de la tierra. 

Anduvo tanto que sus piernas temblaban cada vez que se disponía a caminar más. Y, ya blanca la cabeza, volvió a su patria, llegó a su pueblo y penetró en su casa. Pero la gente supo su venida, y pidió a gritos lo que había aprendido para mejorar la vida. Salió y la muchedumbre lo empujó hasta una altura. 

Allí todos le veían, y de todos seria oído. Las manitas crujían entre las manos nerviosas de las madres y los hombres dilataban el pecho, para no respirar seguido. En los árboles había racimos de muchachos. Las viejas, sobre las puntas de los pies, parecían mozas, y las mozas tenían aire de viejas. Habló… ¿Qué voz era aquella? ¿Qué idioma hablaba aquel hombre, que no era de ningún pueblo de la tierra?... 

Una voz rara, extraña, dolorosa; con sonido de bronce y de cristal; que recordaba todo; pero que nadie entendía. ¡No era el tiempo de entenderlo; no estaban aún preparados para recibir la verdad que habría de redimirlos! El hombre, entonces, dejó caer bruscamente la cabeza sobre el pecho y sintió que toda aquella multitud, sin comprender una palabra, lloraba.

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